Lee ahora el primer capítulo de Doctor sueño de Stephen King

jueves, 5 de diciembre de 2013 |
de lectura







CAJA DE SEGURIDAD

1
El segundo día de diciembre de un año en el que un agricultor de cacahuetes de Georgia hacía negocios en la Casa Blanca, uno de los hoteles de veraneo más importantes de Colorado ardió hasta los cimientos. El Overlook fue declarado siniestro total. Tras una investigación, el comisario de bomberos del condado de Jicarilla dictaminó que la causa había sido una caldera defectuosa. En el hotel, cerrado en invierno, sólo se hallaban presentes cuatro personas cuando ocurrió el accidente. Sobrevivieron tres. El vigilante de invierno, John Torrance, murió en el infructuoso (y heroico) intento de reducir la presión de vapor en la caldera, que había alcanzado niveles desastrosamente altos debido a una válvula de seguridad inoperante.
Dos de los supervivientes fueron la mujer del vigilante y su hijo. El tercero fue el chef del Overlook, Richard Hallorann, que había dejado su trabajo estacional en Florida para ir a ver a los Torrance porque, según sus propias palabras, había tenido «una poderosa corazonada» de que la familia se hallaba en problemas. Los dos supervivientes adultos resultaron gravemente heridos en la explosión. Solo el niño salió ileso.
Físicamente, al menos.

2
Wendy Torrance y su hijo recibieron una compensación por parte de la propietaria del Overlook. No fue astronómica, pero les alcanzó para ir tirando durante los tres años que ella estuvo incapacitada para trabajar por culpa de las lesiones en la espalda. Un abogado al que la mujer consultó le informó que, si estaba dispuesta a resistir y jugar duro, podría conseguir una suma mucho mayor, pues la corporación deseaba a toda costa evitar un juicio. Pero Wendy, al igual que la corporación, solo quería dejar atrás ese desastroso invierno en Colorado. Se recuperaría, dijo ella, y así fue, aunque los dolores en la espalda la atormentaron hasta el final de su vida. Las vértebras destrozadas y las costillas rotas sanaron, pero nunca dejaron de gritar.
Winifred y Daniel Torrance vivieron en el centro-sur durante una temporada y luego se desviaron hacia abajo y se instalaron en Tampa. A veces Dick Hallorann (el de las poderosas corazonadas) subía desde Cayo Hueso a visitarlos. Sobre todo a visitar al joven Danny. Ambos compartían un vínculo.
Una madrugada, en marzo de 1981, Wendy telefoneó a Dick y le preguntó si podría ir. Danny, dijo, la había despertado en mitad de la noche y la había prevenido de que no entrara en el cuarto de baño. Tras ello, el chico se había negado rotundamente a hablar.

3
Se despertó con ganas de hacer pis. En el exterior soplaba un fuerte viento. Era cálido —en Florida casi siempre lo era—, pero no le gustaba su sonido, y suponía que jamás le gustaría. Le recordaba al Overlook, donde la caldera defectuosa había sido el menor de los peligros.
Danny y su madre vivían en un estrecho apartamento de alquiler en un segundo piso. Salió de la pequeña habitación, junto a la de su madre, y cruzó el pasillo. Sopló una ráfaga de viento y una palmera moribunda, al lado del edificio, batió sus ramas con estruendo. El ruido propio de un esqueleto. Cuando nadie estaba usando la ducha o el inodoro siempre dejaban la puerta del baño abierta, porque el pestillo estaba roto; sin embargo, esa noche la encontró cerrada. Pero no porque su madre estuviera dentro. Como consecuencia de las heridas faciales sufridas en el Overlook, ahora roncaba —unos débiles quip-quip—, y en ese momento él la oía roncar en el dormitorio.
Bueno, debió de cerrarla por error, eso es todo.
Ya lo sabía (él mismo era un muchacho de poderosas corazonadas e intuiciones), pero a veces uno tenía que saber. A veces uno tenía que ver. Era algo que había descubierto en el Overlook, en una habitación de la segunda planta.
Estirando un brazo que parecía demasiado largo, demasiado elástico, demasiado deshuesado, giró el pomo y abrió la puerta. La mujer de la habitación 217 estaba allí, él sabía que estaría. Se encontraba sentada en la taza del váter, con las piernas separadas y los pálidos muslos hinchados. Sus pechos verduscos pendían como globos desinflados. La mata de vello bajo el estómago era gris; también sus ojos, que parecían espejos de acero. La mujer vio al muchacho y sus labios se estiraron en una mueca burlona.
Cierra los ojos, le había aconsejado Dick Hallorann hacía mucho tiempo. Si ves algo malo, cierra los ojos, repítete que no está ahí, y cuando vuelvas a abrirlos, habrá desaparecido.
Sin embargo, en la habitación 217, cuando tenía cinco años, no había funcionado, y tampoco funcionaría ahora. Lo sabía. Percibía su olor. Se estaba descomponiendo.
La mujer —conocía su nombre: señora Massey— se levantó pesadamente sobre sus pies púrpura, con las manos extendidas hacia él. La carne le colgaba de los brazos, casi goteando. Sonreía como uno sonríe cuando ve a un viejo amigo. O, tal vez, algo rico. Con una expresión que podría haberse confundido con la calma, Danny cerró la puerta con suavidad y retrocedió. Observó cómo el pomo giraba a la derecha... a la izquierda... otra vez a la derecha... y por fin se quedaba inmóvil.

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