Lee un adelanto de "El viaje más largo" lo nuevo de Nicholas Sparks

sábado, 5 de octubre de 2013 |
de lectura
Gracias a Random House Mondadori, hoy puedo mostrarles una delanto del primer capítulo, del nuevo libro de Nicholas Sparks "El viaje más largo"




Primer capítulo

Principios de febrero de 2011

1

Ira

A veces me digo a mí mismo que soy el último de mi especie. 

Me llamo Ira Levinson. Soy sureño y judío, y me siento orgulloso por igual de que me definan de una forma u otra. También soy nonagenario. Nací en 1920, el año en que se prohibió el alcohol y las mujeres obtuvieron el derecho al voto. A menudo me pregunto si ambos factores determinaron la senda de mi vida. A fin de cuentas, nunca he bebido alcohol, y la mujer con la que me casé hizo cola para emitir su voto por Roosevelt tan pronto como tuvo la edad reglamentaria. Por consiguiente, sería fácil imaginar que el año de mi nacimiento influyó de una manera directa en mi existencia.

Mi padre se habría burlado de mi alegato. Era un hombre que creía firmemente en las normas. «Ira —me decía cuando yo era joven y trabajaba con él en la sastrería— déjame que te diga una cosa que jamás debes hacer», y entonces me exponía una de sus normas. Crecí escuchando sus «normas vitales», como él las denominaba, sobre prácticamente todo. Algunas partían de una base moral, ancoradas en las enseñanzas del Talmud; probablemente eran los mismos consejos que la mayoría de los padres daban a sus hijos. Me enseñó a no mentir, a no engañar ni robar, por ejemplo, pero mi padre —que por aquel entonces se definía a sí mismo como «a veces judío»—, mostraba una clara predisposición por los aspectos prácticos. «Nunca salgas de casa sin sombrero si llueve», me decía. «Nunca toques una hornalla, por si acaso está caliente.» Me aconsejó que nunca contara en público el dinero de mi billetera ni comprara joyas a vendedores ambulantes, aunque me las ofrecieran a precio de ganga. Sus «nunca» no se acababan nunca, pero a pesar de su esencia aleatoria, me doy cuenta de que he seguido prácticamente al pie de la letra cada una de sus normas, quizá porque nunca ofreció apoyo financiero a numerosas causas judías; se negaba a trabajarquise defraudar a mi padre. Su voz me ha seguido como una sombra fiel en el viaje más largo, el que denominamos «vida».

De forma similar, a menudo me decía lo que «debería hacer». Él esperaba honradez e integridad en todos los aspectos vitales, pero también me aconsejó que me adelantara y abriera la puerta a mujeres y niños, que estrechara la mano con resolución, que recordara el nombre de los clientes, y que siempre les diera un poco más de lo que esperaban.

Sus normas no sólo constituían la base de una filosofía que a él le había dado buenos resultados, sino que definía perfectamente su personalidad. Dado que mi padre creía en la honradez y en la integridad, creía que los demás también se regían por los mismos criterios. Él creía en la decencia humana y daba por sentado que los demás eran como él. Creía que la mayoría de la gente, si se terciaba, actuaba de forma correcta, incluso si ello requería un esfuerzo, y creía que el bien casi siempre triunfaba sobre el mal. Pero no era ingenuo. «Confía en las personas —me aconsejaba— hasta que te den motivos para no hacerlo. Y entonces no vuelvas a fiarte nunca.»

Mi padre, más que nadie, fue el artífice de que yo me haya convertido en el hombre que soy.

Pero la guerra le cambió la vida. O, mejor dicho, el holocausto. No me refiero a su agudeza mental —mi padre podía acabar el crucigrama de The New York Times en menos de diez minutos— sino a su fe ciega en la gente. El mundo que creía conocer dejó de tener sentido para él, y empezó a cambiar. Por entonces tenía casi sesenta años, y tras incluirme como socio en el negocio familiar,
empezó a pasar menos tiempo en la sastrería para ejercer de judío tiempo completo.

Empezó a frecuentar la sinagoga con mi madre —de ella hablaré más adelante— y seguía con interés las noticias relacionadas con la fundación del estado de Israel —y la subsecuente guerra árabe-israelí— y visitaba Jerusalén como mínimo una vez al año, como si buscara algo que nunca hubiera sido consciente de que le faltaba.

A medida que él envejecía, se acrecentó mi preocupación por esos viajes al extranjero, pero él me aseguraba que podía cuidar de sí mismo, y durante muchos años lo hizo. Pese a su avanzada edad, su mente seguía tan lúcida como siempre, aunque lamentablemente su cuerpo no tuviera el mismo aguante. A los noventa años sufrió un ataque de corazón, y si bien se recuperó, al cabo de siete meses se le debilitó enormemente la parte derecha del cuerpo a causa de una hemiplejía. Con todo, insistió en seguir cuidando de sí mismo. Aunque tenía que recurrir a un andador para desplazarse, se negó a mudarse a una residencia de ancianos, y siguió conduciendo a pesar de que yo le rogaba que no lo hiciera. Yo alegaba que era peligroso, pero él se limitaba a encogerse de hombros.

—¿Qué quieres que haga? —replicaba—. Si no, ¿cómo quieres que vaya al supermercado?

Al final, mi padre murió antes de cumplir los ciento un años, con el permiso de conducir todavía vigente y un crucigrama totalmente acabado junto a su lecho. Había sido una vida larga, una vida interesante, y últimamente pienso en él a menudo. Tiene sentido, supongo, dado que a lo largo de mi existencia he seguido sus pasos. He aplicado sus «normas vitales» al abrir el negocio todas las mañanas, en mi conducta y relación con la gente. He recordado los nombres de los clientes y les he dado más de lo que esperaban, y siempre salgo con sombrero si creo que va a llover.



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